Cuando hago memoria de los días pandémicos me pongo en lo mismo que todo el mundo: incertidumbre, aburrimiento y escasas y escuetas posibilidades de farra; asunto, este último, que en mí no causaba un gran pesar. Sin embargo, tal y como se está desarrollando este verano todo lo relacionado con la jarana, me da la sensación de que estos dos últimos años he vivido en una dimensión paralela. ¿Por qué? Porque no tengo la sensación de haber permanecido encerrada en una cárcel iraní, con todos mis respetos a los iraníes.
Como os contaba, yo también sufrí la duda y el hastío, pero salvo los primeros meses que implicaron el confinamiento y su posterior desescalada, el resto me resultaba bastante normal, dentro del disparate de llamarle “normalidad” a lo de ir por la vida con una mascarilla plantada en todo el jeto mientras le das la bienvenida a un amigo chocando sendos codos. En resumidas cuentas, quiero decir que si quería ir a tomarme un café, iba, y si me tocaba ir a clase de Pilates, pilateaba, respetando siempre las reglas sanitarias, por supuesto.
Pero ahora resulta que a todos nos ha dado por expresarnos como si nos hubiesen liberado de un secuestro de un comando terrorista: “Por fin volvemos a bailar”, “Respira el aire de la calle de nuevo”, “Vuelve a sentir la música”. A ver, que a mí, afortunadamente, no me reclutaron en un campo de trabajos forzados, así que no he tenido que volver a bailar porque nunca he dejado de hacerlo. Entonces, ¿POR QUÉ TODO HA VUELTO ESTE VERANO CON LA MISMA FUERZA CON LA QUE MOISÉS SEPARÓ El MAR ROJO?
¿Por qué?
Hay tantas opciones para estar de fiesteo, que está tu pueblo empapelado con carteles de los cinco mil festivales que tienes disponibles cerca de tu casa. Cualquier sitio es apto para montar uno. Solo necesitas el prefijo festi o el sufijo fest, eso ya según como quede mejor. Así han nacido este año unos trescientos festivales nuevos: el Festilodo, en el lodazal de al lado de tu instituto; Burguerfest, en donde los cabezas de cartel son las hamburguesas de autor y los teloneros que tocan para hacer tiempo son Pink Floyd y Queen, con Freddie resucitado; Festimascot, con actuaciones para que tu mascota se lo pase teta (ojo, que si vas con una versión de peluche hay un descuento del 50 % en el bono para los tres días) y, atención, el Viejunofest. Sí, un término acuñado por mí para definir ese festival en donde tocan artistas en vivo, sin acompañamiento de novecientos bailarines y a los que se les entiende al hablar. Esto es; un concierto de los de toda la vida.
Desgraciadamente, se terminará cancelando, ya que solo han vendido un par entradas: la mía y la de mi Costillo; dos almas profundamente viejunas. De hecho, he llamado por teléfono y les he dicho que si era por la falta de food trucks, que yo misma me ponía a freír perritos calientes. Pero me han dicho que no, que los artistas rompieron el contrato cuando supieron que actuarían sin ningún olor de fritanga al lado. Que ahora el aceite requemao aporta un caché, y que no están tan necesitados.
Aun así, si falla este plan, tengo otras chorrocientas mil opciones de faranduleo para elegir este verano. Todo gracias a que se han unido dos factores: uno, políticos y promotores musicales dispuestos a darlo todo ahora que hemos salido de la oscura osera en la que parece ser que vivíamos; y dos, que los músicos dicen que sí a todo lo que se ponga por delante tras mucho tiempo en el paro. Desde un festival en las patronales de tu aldea hasta la inauguración de un nuevo Mercadona.
De manera que el lunes hay un concierto de Sting, el miércoles de Bryan Adams, el viernes de Radiohead y el domingo de Stevie Wonder. Martes, jueves y sábado son días para el Certamen de cómics, la Fiesta de la empanada y una firma de discos de Paul Mccartney. Se repite el mismo esquema la siguiente semana, solo que cambiando los artistas. De la misma manera se repite también lo de quedarte sin entrada, PORQUE MIENTRAS QUE ANTES IBAS A UNA TAQUILLA Y DECÍAS “DOS TÍQUES PA LENNY KRAVITZ, POR FAVOR”, AHORA SE HA MONTADO UN EXTRAÑO MERCADO QUE NO ME GUSTA UN PELO CON LO DE ADQUIRIRLAS POR INTERNET.
Analicemos este asunto un momentillo. Veamos, te dicen que las entradas para ver a fulanito se ponen a la venta tal día a las diez de la mañana. Tú estás en la oficina con tres ordenadores por si acaso; o en el bus, saltándote la parada si hace falta; o en urgencias, diciéndole que tu oreja colgante puede esperar por la sutura una hora más. De repente son las diez en punto y te sale un mensaje avisándote de tu puesto en la cola de espera: el 4.567. En la primera fila no vas estar, eso fijo. Te cambias a otra empresa de entradas que te pone en el número 986. Estás mosca, alguien se está pitorreando de ti y no sabes quién es. Vociferas que tienes ganas de darle una leche a alguien. Te contienes. Nunca le has dado una leche a nadie, era solo para hacerte la chulita.
Te adentras entonces en un mundo extraño en el que por primera vez en tu vida tienes problemas para entrar en un auditorio aunque vaya a cantar el Pollo Pepe. Se va porque sí, sin criterio. No comentes a nadie que no entra en tus planes ir al concierto de [nombre de grupo importante] porque te mirarán con ojos inquisidores, fulminantes, que te envían a una tortura lenta y desgarradora.
Esta moda de montar ochocientos festivales de música en menos de 10 km a la redonda acabará reventando por alguna parte. Ni existe población para llenarlo todo, ni cartera capaz de aguantar el chaparrón. Veremos cómo se tercia la cosa porque yo estaré aquí para contároslo.