Suele resultarme complicado hablar de las aventuras y desventuras de mi vida sin hacer alguna referencia a mi pueblo. Por haches o por bes siempre lo acabo mencionando; es en donde vivo, en donde nací y adonde he vuelto tras algunas estancias en otros sitios. Lástima que actualmente se parezca más a un Puerto Banús de bajo copete, que a mi querida aldea.
Para que os hagáis una idea, mi pueblo está situado en una zona de costa, de modo que los padres, abuelos, tíos, maridos e hijos de todo el mundo eran marineros; de esos que se iban un día por la puerta y no volvían hasta nueve meses después, cuando las señoras ya habían dado a luz al más pequeño, hecho la Comunión al del medio y enseñado a afeitarse el bigote al mayor. Pero la vida se entendía así y no había drama por parte de nadie.
Además, no se trata de un lugar con mar cualquiera. Aquí disponemos de playas para dar y tomar; playas de aguas turquesas, franqueadas por estupendos pinares donde tomarse la siesta al fresco. De modo que en época de vacaciones siempre ha habido veraneantes. Eran familias de madrileños y gentes del interior en general, que se hospedaban en las partes desocupadas de las casas de los lugareños o en una modesta casita, vacía tras una de las frecuentes herencias. El caso es que al final los forasteros eran unos más del vecindario, con los que seguías manteniendo contacto el resto del año y a los que llamabas por teléfono para felicitar las Navidades.
Hasta aquí, fenomenal. Todo muy añejo, muy adorable, muy Verano Azul.
No obstante, el turismo global (del que yo también formo parte) está llegando estos ultimísimos años en forma de hordas masivas de noruegos, checos, franceses, alemanes, salmantinos, canadienses y cordobeses. Como resultado, en unos 15 días pasamos de 27.000 habitantes a unos 75.000, lo que viene siendo casi el triple de personas aparcando, tomando una cerveza, comprando en el mercado, paseando por la calle y, ATENCIÓN, haciendo PIPÍ Y POPÓ. Efectivamente, amigas y amigos, no solo recibimos con los brazos abiertos a gente de diversas procedencias, sino que también hacemos lo mismo con sus culos.
Informo de antemano que en mi pueblo también cagamos y meamos el resto del año, por eso la depuración de aguas residuales está habituada a la cantidad de culos nativos. Pero en cuanto la temporada estival hace acto de presencia, el tornado de cisternas es de tal magnitud, que puede ocurrir que llegues a la playa cargada con la sombrilla, la neverita, la silla y las palas de jugar, y te encuentres con (¡sorpresa!) una bandera de prohibido bañarse.
Por otro lado, semejante cantidad de veraneantes y excursionistas ha causado que la localidad se revalorice, se marbellice y se horterice. Ya no solo somos famosos por nuestro célebre carácter combatiente (aunque en este aspecto estamos en horas bajas), sino que por lo visto, molamos cantidubi y la gente guapa se deja caer por aquí. En bandeja se lo ponen a aquellos que no tardan ni un minuto en subir los precios de prácticamente casi todo. La taberna de toda la vida, ahora luce precio de ciudad, y la quincena en una vivienda turística sale a coste de Hotel Ritz con vistas al Gran Canal de Venecia. Además, han aparecido inversores foráneos por todas partes que montan negocios cuquis o filiales de franquicias con mucho postureo.
Sea lo que sea, en verano vale todo. Cualquier negocio de hostelería está lleno, desde el pantalán de embarcaciones de recreo, que está a rebosar de señores vestidos con sus ropas marca Náutica, al Festival de Jazz, las perfumerías, las peluquerías… En verano es como si todo el mundo fuera rico y muy biutiful.
Pero os preguntaréis en dónde se alojan tantas decenas de miles de personas. Pues ojo, que hay truco. No somos expertos en hoteles feos como los de Benidorm; aquí, como suele ser típico en un buen gallego, reservamos lo mejor para los de afuera; esto es: se restauran las casas más antiguas y encantadoras del casco viejo y las destinan única y exclusivamente para el hospedaje de turistas. ¿PROBLEMA? Que los de aquí no encontramos pisos de alquiler para todo el año. O sea, te mudas a un piso y al llegar junio te vas a vivir debajo de un puente. O mejor, puedes ir a dormir donde las depuradoras de la caca, que el ruidito que hacen las burbujitas te mecen como una canción de cuna.
Bien es cierto que con las costumbres más caseras que nos ha dejado la pandemia, y que ahora aquí llueve menos que en Almería, en cuanto caen tres gotillas sin gracia, todo el mundo se encierra en su casa como si viniera un diluvio. Así que de septiembre en adelante nos hemos convertido en un pueblo coñazo. Los negocios ponen el cartel de cerrado hasta la próxima temporada o, como en el caso de la mayoría, cerrado para siempre. Las calles se vacían como nunca lo había visto, los domingos transcurren envueltos en pijama y los habitantes van aguantando este duermevela hasta que llega el verano de nuevo, los turistas y sus culos cagadores.