Desde que vivimos con un móvil mejor integrado en nuestro organismo que la vesícula biliar, ha surgido la adicción a fotografiarlo todo. Cualquier cosa es susceptible de ser inmortalizada. Desde una misma en todas sus versiones (de boda, recién levantada, durante un posoperatorio, cocinando, haciendo abdominales, aprendiendo a bailar tango y tres millones más de cosas), hasta un zapato desparejado en medio de la acera o el peluquín mal ajustado de un señor en un día de viento.
Hace unos años, las fotos consideradas curiosas eran imágenes poco comunes que te llenaban de orgullo cada vez que las sacabas a relucir, véase el salto de una ballena en Islandia o el tamaño descomunal de una araña. Desgraciadamente, ahora mismo esas fotos están más trilladas que las de tu Primera Comunión. Todo el mundo viene de vuelta de todo y es hora de innovar en este campo. ¿Cómo? Pues sustituyes lo de hacerte una foto por lo de grabarte un videíto. Leve distinción que lo cambia todo, dado lo vivido en mi último viaje. Tratemos este asunto a continuación sin concesiones ni censuras.
En una fabulosa mañana de Sevilla, mi Costillo y yo decidimos subir por el interior de la majestuosa Giralda. En pleno ascenso por sus centenarias rampas, una chica, sin papa de castellano, me preguntó si le podía hacer una foto. “Absolutely”, “Bien sûr”, “Beninteso”, le respondo (que para eso una ha estudiado otras lenguas: para hablar con guiris en plena cuesta de La Giralda). Así que me entrega su móvil y veo que estaba en modo vídeo.
Se lo consulto y, efectivamente, me dice que la grabe de espaldas acercándose al ventanuco enrejado. Yo me puse un pelín nerviosa, porque el pulso no es lo mío, aunque un ligero tembleque le aportaría un toque de cinéma vérité de lo más fílmico. Total, que le doy al botoncito y veo que la prota de mi peli aparece en pantalla de espaldas, se apoya en el hueco de la ventana, mueve la cabeza para un lado y para el otro, se pone las manos en la cintura, levanta muy coqueta una pantorrilla y se gira para guiñar un ojo a la cámara. Después me da las gracias y me comenta con una naturalidad pasmosa que luego ella editaría lo sobrante.
Ostras, Pedrín, ¡que acababa de filmar un videoclip por primera vez en mi vida! Ya todo lo que me pudiera ofrecer aquella torre y su ciudad me iba a saber a poco. Ahora bien, quien no es un Francis Ford Coppola hoy en día es porque no quiere.
Por otro lado, tres óscares debe de acumular ya una parejita de novios con pinta de guapillos que provocó una cola de padre y señor mío al filmarse mutuamente y por turnos (de espaldas, otra vez) en el mejor sitio de un mirador. Ella posaba moviendo la coleta del pelo de un lado al otro y ponía su carita de perfil entreabriendo la boca al más puro estilo Marilyn. Al mismo tiempo, la gente fea que no tenemos derecho a sacarnos una foto con el mejor paisaje, hacíamos cola pacientemente, esperando a que aquellos Bonny and Clyde del chino terminaran su largometraje. Haciendo más ligera la espera, un chico con unos músculos de acero me hizo un gesto con su móvil, preguntándome si podía hacerle una foto. Mi sorpresa fue que él mismo seleccionó la opción de vídeo. Muy educadamente me pide que realice dos vídeos: uno, en vertical, con un plano de cuerpo entero en solitario, aunque a los pocos segundos entraría en imagen su novia intentando darle una sorpresa (fingida). Yo dije que sí a todo. Mi trasfondo marujil no quería perderse aquel momento entre bochornoso y pseudoartístico. La segunda grabación sería en horizontal; con un clásico plano medio en el que se pudiera ver también lo que había de fondo, que en este caso seguía siendo la parejita acaparadora del mirador.
Yo os digo una cosa, y lo tengo clarísimo: me voy a matricular en una escuela de cine, porque está claro que si quiero viajar el año que viene es indispensable.
Cierto es que cuando explota una moda, también lo hacen sus variaciones, por eso me encontré con los que combinaban el autovídeo con la narración en modo documental pero con sonido ambiente. Como ejemplo, las parejitas de japoneses que me crucé por la bellísima Plaza de España. Caminaban mientras le hablaban a un palo selfie. Me imagino que estaban grabando un vídeo para enseñárselo a las visitas en una cenita terrorífica. Ellos iban hablando todo el rato a la cámara: “ [bla bla bla pero en japonés]” y no se paraban ni un momento a ver lo de su alrededor. En caso de hacerlo, sacaban otro móvil del bolsillo y filmaban cada uno por su cuenta. Yo no sé, pero me daría un perezón tremendo entablar amistad con esa gente. De estos hay que escapar siempre.
Precisamente en ese mismo lugar, espectacular como pocos, existe un cenáculo de cinematografía que ni el Festival de Cannes: el canal y sus barquitas. Me podría pasar horas y horas con mis brazos apoyados en la barandilla, contemplando aquel panorama. Por un lado, los novios intentando remar, y por otro, las novias grabándose a sí mismas mientras ponían morritos lujuriosos. Y ya que pocos dominaban el arte del remo, a uno se le cayó la pala al agua y casi vuelca la embarcación al intentar recogerla. La novia ni se enteraba porque seguía con sus morritos, pero cuando percibió el incidente decidió que era mejor grabarlo que echar una mano. Podrían estar en la depuradora de aguas de mi pueblo que para ellos sería lo mismo.
Aunque, sin duda, el colmo del ridículo sucedía en las típicas calesas que llevan a los turistas de recorrido por la ciudad. [CLOC CLOC CLOC, sonido de caballos]. Resulta que todo el mundo que montaba en el carruaje estaba tecleando en el móvil. YO NO ENTIENDO NADA. A MÍ QUE ME EXPLIQUEN ESTO, POR FAVOR. Veamos, estás en una ciudad divina, y cuando te llevan en un coche de caballos ¿tienes que consultar el grupo de padres del cole? Y espera a que no se monte un pollo porque a tu niño nadie le ha dicho que este año la libreta era de doble pauta. Mientras te pones como una exhalación en el grupo, pasas delante de la catedral como quien pasa por un Eroski. Después pondrás en Tripadvisor que el viaje ha sido corto y que no has visto nada interesante. Un timo.
Sin embargo, yo, a la ciudad de Sevilla le pongo las cinco estrellas. Ole.