Desde que vivimos con un móvil mejor integrado en nuestro organismo que la vesícula biliar, ha surgido la adicción a fotografiarlo todo. Cualquier cosa es susceptible de ser inmortalizada. Desde una misma en todas sus versiones (de boda, recién levantada, durante un posoperatorio, cocinando, haciendo abdominales, aprendiendo a bailar tango y tres millones más de cosas), hasta un zapato desparejado en medio de la acera o el peluquín mal ajustado de un señor en un día de viento. Hace unos años, las fotos consideradas curiosas eran imágenes poco comunes que te llenaban de orgullo cada vez que las sacabas a relucir, véase el salto deLEER MÁS

  Por mucho que hoy en día los pueblos no sean tan pueblos y que todos estemos entrenados en la modernidad y en lo global; no hay nada como irte a una gran ciudad para que emerja tu parte aldeana. Una parte de la que no te avergüenzas porque te da como ternurilla. Le tienes cariño, te recuerda a tu infancia y a la primera vez que tus padres te llevaron a montar las escaleras mecánicas de El Corte Inglés. Si es que merece mucho la pena ser una pueblerina. Los que nacen en plena urbe se pierden estas experiencias. No era la primera vezLEER MÁS