
Hay amigas que te llaman para tomar algo, dar un paseo o quedar en un banco comiendo pipas. Sin embargo, mi amiga Marta siempre ha sido muy original, y por eso me llamó para que la acompañase a un sex shop con la intención de [OJO AQUÍ] comprarle algo a su madre. Vamos, lo normal; porque, ¿quién no le ha comprado a su señora madre un vibrador?
Naturalmente le dije que sí, aunque sabe de sobra que no floto en conocimientos sobre mercadería de este campo. Claro que ella tampoco. Por tal motivo estábamos de acuerdo en que a esos sitios hay que llegar pisando fuerte, con la barbilla levantada y con el rictus de quien domina el cotarro. Como quien va a Hacienda sabiendo que le toca a devolver; simplemente triunfante.
Días después, quedamos muy cerquita del local en cuestión para ir caminando tranquilamente. Cierto es que a medida que nos acercábamos yo iba mirando hacia atrás, para un lado y para el otro, como si me persiguiese la Stasi. Y no sé el porqué de tanto remilgo, porque si algo tiene de bueno este sex shop, es que está situado en unas antiguas galerías en donde también se encuentra el Instituto Social de la Seguridad Social. Así que no solo puedes realizar una compra muy útil a quien te ha dado la vida, sino que también puedes arreglarle los papeles de la prestación.
Curiosamente, por fin he encontrado un establecimiento en donde me encuentro más perdida que en una ferretería: un sex shop. En donde esperaba encontrarme luces rojas y maniquíes con tirantes de cuero, me topo con una tienda con más parecido con el Mediamarkt que con un antro cochinote. Cajas apiladas con objetos en forma de esfera, de cubo, de dodecaedro… “¿Pero qué es esto? Hay más cuerpos geométricos aquí que en las mates de la EGB”. “¿Qué esperabas encontrarte entonces?” -me pregunta Marta. “Pues no sé, algo así oscurillo, misterioso y de aire prohibido” -le suelto. “Coño, Mala, ¡tú estás buscando un cuarto oscuro!”. Definitivamente, de las dos, yo era la que menos idea tenía sobre el asunto.
El caso es que justo antes de entrar nos paramos a observar el escaparate. Una maniquí posaba con un body de encaje rojo con un agujero en sálvese la parte: “Mira qué cómodo, oye” -suelta Marta. “¡Pero qué inutilidad de modelito! -exclamo-. “¿En dónde se queda lo de desnudarse, la sensualidad, el hablarse bajito?”. “Oye, que si quieres hablar bajito, tienes ahí al lado una iglesia. De momento, nosotras vamos a entrar en un sex shop”. Marta es así de resolutiva, y aprovechando la coyuntura decidimos entrar.
[Jiiii… jojojo… joer… venga, va, entra de una vez…]
Hicimos una entrada formal, mostrando cara de expertas en temas sexuales; como la doctora Elena Ochoa pero sin el dinero de Norman Foster:
– Buenas tardes.
– Hola, muy buenas tardes. ¿Les puedo ayudar en algo?
– Sí… no… eh… bueno, yo venía a… vaya, que le estoy montando a mi madre una fiesta por eso de las bodas de oro, y como vamos a hacer una cena en plan despedida de soltera, estaba buscando unos detallitos chorras -le explicó Marta.
– Verá, es que esta tienda está enfocada únicamente al placer, ya sea individual o en pareja, por lo que nos hemos especializado únicamente en material y gadgets eróticos, destinados a una vivencia del sexo lo más plácida posible.
Vaya con el dependiente. Se expresaba como si estuviese en el Parlamento Europeo, qué maravilla y qué profesionalidad. Bien es cierto que mientras echaba su rollo poniendo cara de traductor de la ONU, yo, en menos de tres segundos ya había visto un cuerpo humano de silicona pero solo de cintura para abajo, un culo en pompa dirigido no hacia la Meca, sino más bien mirando pa Cuenca, y unos aparatitos chiquitillos muy brillibrilli en forma de tornillo. Y yo, fiel a mí misma, amante del joyerío cual urraca ibérica, me acerqué a comprobar qué era aquello que deslumbraba a mis ojos. Pues bien, un cartelito rezaba muy claro: plug. Obviamente, me quedé como estaba. Si mi inglés no iba mal, el significado podría ser “enchufe” o “enchufar”. Sí. Pero ¿enchufar el qué? ¿En dónde?
Menos mal que cuando llegué a casa le describí a mi Costillo con pelos y señales el tamaño, forma y medidas de aquel artilugio. Él, como siempre, despejó mis dudas. Es lo bueno de vivir con mi Costi, sabe de ornitología, del cine de Truffaut y de aparatología sexual: “¡Ah…sí! ¡Eso es un plug!”, dice como quien lo tiene clarísimo.
¡PERO QUE ALGUIEN ME DIGA QUE ES ESO DEL PLUG, POR AMOR DE DIOS!
“Es un dilatador anal” -me cuenta. “¿Pero tú cómo sabes de esas cosas?”, “¡Eso es cultura general, Mala! ¡Mira que andar por la vida sin saber lo que es un plug!”. Es que falté justo el día que lo explicaron en el cole, ¡no te digo!
Pero retomemos aquella tarde con Marta.
Tras la decepción de no poder encontrar nada parecido a lo que ella buscaba en aquella tienda, el dependiente le comentó que en el sex shop del piso de arriba sí que podría haber algo similar (¿cómo? ¿Dos tiendas para el vicio y la lujuria pero una sola oficina de la Seguridad Social? ¿Coincidencia? ¿Es para que entres a desfogarte cuando te dicen en cuánto se va a quedar tu pensión? Investigaré este tema en otro momento).
Efectivamente, en un local de la competencia, más de andar por casa, había una pequeña sección de complementos lascivos festivaleros en donde Marta le compró a su madre, como buena hija que es, unas piruletas en forma de miembro viril; aunque el resto tuvo que buscarlo por internet, no sin quejarse. Marta es que es una hija excepcional, no solo le compra a su madre juguetes eróticos, sino que pone el comercio local siempre por delante. Hijas así ya quedan pocas.