La profesión que más detesto

La profesión que más detesto

 

¿Un influencer insoportable que gana millones con tan solo 19 años? ¿Un vigilante de la zona azul que te pone la multa según te acercas al coche? ¿Un dentista psicokiller que te deja la endodoncia mal rematada?

Podría ser. Pero no tengo tanto odio para repartir, así que centrémonos en los NUTRICIONISTAS. Para ello, acudiré a mi historia personal con este gremio; idilio fugaz como un helado en el día más caluroso del año.

Todo comenzó cuando acudí a mi médico de cabecera para ver qué ocurría con unos profusos sudores nocturnos, acompañados de tembleques y de pesadillas. Tras unos análisis de sangre, me informaron de que mis niveles de azúcar no llegaban al mínimo: “La hipoglucemia -me dijeron-, causa temblores y sudoración, así que hemos dado con tu problema”. Qué felicidad. Sin embargo, después de seguir las recomendaciones sobre alimentación de mi médico de siempre, de su sustituto, de otro sustituto, y del sustituto del sustituto, y comprobar que la cosa seguía igual, consideré que lo mejor sería ir a un nutricionista que me orientara sobre la toma de azúcares, hidratos y demás.

Hasta aquí, nada descabellado, ¿verdad? Prosigamos entonces.

Una vez sentada en la consulta de esta reputada especialista, enseguida percibí que conjugaba mal la segunda persona del singular del pretérito perfecto simple en modo indicativo (*comistes, *hicistes), puede que por idolatría a Mecano, ese grupo que hacía gala de dicho terror gramatical. No me dio buena espina. El caso es que me dispuse a comentarle los motivos que me habían llevado allí. Recuerdo perfectamente que confesé, no sin pudor, que estaba en la fase final de recuperación de ciertos trastornos alimenticios que me habían perseguido unos 20 años, así como de una terapia con un psicólogo. Ella tomó nota de este dato y a continuación dio comienzo su breve cuestionario de mis costumbres.

[RECORDEMOS QUE ESTABA ALLÍ PARA QUE ME PAUTARAN UNA DIETA Y SUBIR ASÍ EL AZÚCAR EN SANGRE].

Comenzaron, pues, sus preguntas: “¿Qué sueles desayunar habitualmente?”, “Pues algo de fruta, un café con leche y una tostada. A veces cambio la tostada por unas galletas maría”. “Ya, yaaa. Ya veo… ya veo…”. Se hizo un silencio un tanto incómodo en aquel habitáculo. Yo me sentía como si fuera una zampabollos que pesaba 300 kilos. “¿Tú conoces el batido [inserte apellido alemán raro]?”, “Pues no” -respondo, pero le podría recitar las etapas de la poesía de Juan Ramón Jiménez al dedillo. De inculta no iba a quedar.

Entonces empezó a enumerar los infinitos beneficios del batido, mucho mejor que el derroche de azúcares malísimos de la muerte que me estaba metiendo en el cuerpo y que, según sus gélidas palabras, “tienen un aporte calórico que nadie necesita”.

[REPITAMOS QUE VENÍA DE 20 AÑOS DE ANOREXIA Y QUE ME SENTÍA VULNERABLE].

El cuestionario sobre mis hábitos continuó con normalidad y pudo comprobar (exceptuando el “terrorífico” desayuno) que era una paciente de buenas costumbres, responsable con su salud y su cuerpo. Si bien, añado a título muy personal, que hubiese sido más feliz si no le hubiera prestado tanta atención, pero lo hecho, hecho está.

A continuación, llegó el turno de medirme, pesarme y apretar unas mancuernas sabelotodo y un poco repelentitas que aportaban unos datos más que fastidiosos sobre el porcentaje de grasa que tenía en el cuerpo, así como el de agua y demás asuntos que no recuerdo (afortunadamente). ¿Resultado de este pequeño examen? Mostrémoslo sin más dilación:

– Que ya estaba en mi peso correcto peeeeeero que tenía bastante grasa aunque no lo pareciera. (¡Gracias doctora! ¡Me hace usted sentirme fenomenal!)

– Que los porcentajes de agua eran discretos (mal).

– Que apenas tenía masa muscular (muy mal).

– Que era lo que se llamaba coloquialmente una fofisana que zampaba galletas con leche (gracieta que tuve que reírle por pura educación).

Después de este impás humorístico repleto de gracejo, salero e ingenio sin igual, me sometió a una breve encuesta que consistía en llevarme hacia su terreno: “¿Te sientes hinchada después de las comidas?”, “Eh… o sea, sí, pero yo hablo y como al mismo tiempo y claro…” -le suelto. “Vamos, que SÍ”. Cuestión zanjada. “¿Tienes normalmente el vientre hinchado?”, “Sí, pero como hablo muy rápido, respiro aceleradamente… bla bla…” -respondo. “Anoto un SÍ” -asegura tajantemente. Y de esta manera me fue convirtiendo en uno de sus pacientes estándar que acude a la clínica para bajar de peso.

[AUNQUE MI ÚNICA PRETENSIÓN ES QUE ME PAUTARA UN RÉGIMEN PARA SUBIR MI TRISTE HIPOGLUCEMIA].

Ante este panorama, me armo de valor y le pregunto sobre la merienda y qué es lo que debía comer cuando se va acercando la noche. Cristalinamente veo cómo su boca emite el siguiente comentario: “¿Merienda? No, la merienda es para los niños y tú ya eres una adulta que no necesita merendar. Como mucho, unas nueces”. Me quería morir. Adelgazar. Desaparecer. Algo, yo quería algo y no sabía el qué.

Prosigo: “¿Y qué hago con mis sudores nocturnos? Empapo las sábanas, tiemblo como un chihuahua…”. “Ah, nada, eso será un problema hormonal”. “No -le digo-, ya he ido al endocrino y todo bien”. “Pues, no sé, eso se te irá arreglando poco a poco, y ya verás que en cuanto empieces a retirar de tu dieta los lácteos y el gluten, te vas a sentir fenomenal” -me responde. “YA ME HAN HECHO LA PRUEBA DE LOS CEREALES Y LA DE LA LACTOSA Y SALE TODO CORRECTO” (me estaba cabreando, llamadme loca).

Con lo que me rebate con un [MOMENTAZO]: “En la Seguridad Social, los baremos de mínimos y máximos están así… así… (ondea la mano), no les hagas mucho caso. En una semana vienes aquí y verás lo deshinchada y ligera que te encuentras”.

Bárbaro. Me han llamado fofisana y ahora Zeppelin. Llevadme a un barranco, que solo falta tirarme.

Me cuenta que me va a enviar la dieta hiperpersonalizada por correo electrónico. No me llega la hora de aterrizar en casa y leer detalladamente ese documento celestial: batidos milagrosos, cenas de espárragos a la plancha y demás ingredientes (que no eran pan) que en tres días me iban a dejar cara de pescado hervido.

Total, mi azúcar por los suelos; mi moral, por debajo de la corteza terrestre y mi bolsillo un poco más vacío por los euros que dejé allí aquel día.

A partir de esa experiencia he podido comprobar que se trata de un oficio extraño, repleto de intrusismo y deformación profesional. Parece que solo son hábiles adelgazando o musculando a sus pacientes. Además, me he fijado que están obsesionados con la apariencia física, y en cuanto a mí, ese aspecto no creo que sea lo más indicado.

Lo cual no quita que otros se sientan a gusto con esta manera de ejercer su labor. Y ahí ya no me meto; cada uno con lo suyo.

2 comentarios

  1. Me ha interesado mucho, pero reconozco que es lo primero tuyo que leo y sería un listillo si me pusiera a dar consejos. Y además este es un terreno delicado, en el que es muy fácil meter la pata incluso con la mejor intención. Por lo que has contado, y por cómo lo has contado, creo que ya sabes lo que tienes que hacer.

    Pero hay una cosa que no me aguanto sin decir, discúlpame. Que me apetece darle collejas a esta señora “nutricionista” una semana seguida. No sé si se puede ser más imbécil, y no sé si se puede ser más irresponsable.

    Ánimo y sigue firme en tu sitio.

    1. Author

      Uy, que me ha quedado este comentario sin responder! Lo siento, Gux!
      Efectivamente, me parece incluso extraño que unos profesionales del ámbito sanitario sean tan irresponsables. Sabes que hay personal mejor y peor cualificado, como en todos sitios, pero estos se llevan la medalla de oro. Eso sí, si quieres adelgazar los haces felices, porq es lo único que saben hacer😅😅.
      Un abrazo, Gux!🥰🥰

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