Por mucho que hoy en día los pueblos no sean tan pueblos y que todos estemos entrenados en la modernidad y en lo global; no hay nada como irte a una gran ciudad para que emerja tu parte aldeana. Una parte de la que no te avergüenzas porque te da como ternurilla. Le tienes cariño, te recuerda a tu infancia y a la primera vez que tus padres te llevaron a montar las escaleras mecánicas de El Corte Inglés. Si es que merece mucho la pena ser una pueblerina. Los que nacen en plena urbe se pierden estas experiencias.
No era la primera vez que estaba en Madrid ni mucho menos, pero todas las anteriores fueron visitas relámpago mal aprovechadas, así que este viajecito estaba pensado para descubrir Madrid y sus habitantes un poquito mejor. Lo malo y lo bueno es que esta ciudad tiene para rellenar tres enciclopedias, sobre todo yendo a nuestro ritmo, pues mi Costillo y yo sufrimos ese mal generalizado basado en el antidescanso durante las vacaciones. Si llegas al hotel con los dos pies enteros en vez de un par de desechos orgánicos, algo has hecho mal.
En las vacaciones se va a sufrir y eso lo sabemos todos. Cierto es que en Madrid no tuve mucho tiempo para el sufrimiento, puesto que estaba totalmente enfrascada en contemplar escenas con las que no estoy demasiado familiarizada. Por ejemplo: LOS QUINIENTOS MILLONES DE PERSONAS QUE HAY EN LAS CALLES A TODAS HORAS. En mi pueblo, a la hora de comer, por las aceras solo están las papeleras y las cagadas de perros, nadie más. El resto está comiendo en su casa, en el trabajo o en un bar. En Madrid, el gentío no entiende de horarios; van y vienen en hordas anárquicas que levantan el ánimo a cualquiera.
MUCHO TURISTEO, ESO SÍ. (Entre ellos, la que escribe) siguen a un señor con un paraguas en alto, formando un grupo que obstruye calles estrechas y no deja pasar en condiciones a los repartidores ni a todos aquellos que llegan tarde al curro. Aun así, no aprecié malos modos en los lugareños ni signos de estar hasta la epiglotis de los typical visitantes como nosotros. Cierto es que prefiero ser una turista de libro a una de tontunismo, porque me inflé a escuchar conversaciones realmente estúpidas de viajeros ampliamente tarugos.
Tomando un café con leche, unos de al lado se quejaban de no encontrar en el desayuno pancakes ni sirope de arce en condiciones. En otra ocasión, una pareja hablaba malhumorada de la baja calidad del restaurante japonés al que habían ido en su primera noche en Madrid. Que digo yo, que esto es como si voy a Tokio y me cabreo porque no me ponen en el desayuno una tosta de aceite de oliva con tomate. Aunque por otra parte, si han cenado en un japonés malo y no han encontrado un desayuno americano es porque han buscado mal, ya que LO QUE EN MADRID HAY A PATADAS ES MODERNEO Y NOVEDADES A LO FINO.
De hecho, puede que en sus maravillosos barrios castizos haya más sitios cuqui-monis para irse de brunch que en la Quinta Avenida de Nueva York. Visité Malasaña y La Latina hace unos diez años y me quedé horrorizada al ver que muchos sitios se habían convertido en tiendas de cupcakes, pero ahora he comprobado que eso debe de estar out y lo que se lleva ahora es el brunch. Todo a precio de dos riñones y un pulmón, por eso prefiero la taberna La Camelia, en donde te atiende un señor que se llama Miguel, que te da los buenos días con un entusiasmo que agradezco, y al que respondo de la misma manera. PORQUE EN MADRID, EL CAMARERO TE PREGUNTA POR CÓMO LLEVAS LA MAÑANA Y SI REFRESCA POR EL BARRIO, y esto es maravilloso. ME ENCONTRÉ CON GENTE AMIGABLE, ACOGEDORA, MUY CÁLIDA. A mí me sorprende y me encanta a partes iguales, acostumbrada a como estoy a que se acerquen a mi mesa y únicamente levanten la barbilla como traducción del “¿Qué vas a tomar?”.
Ahora bien, sea en el bar del Miguel o en el brunch modernuqui, EN MADRID TODO VALE PARA PONER UNA TERRAZA. Daba igual el frío que venía de la sierra, la vida se hace en la calle y punto. Yo, siempre chulita, y más si estoy en Madrid, intenté seguir el ritmo de unos amigos que nos sirvieron de guía durante un día, y acabé a las doce de la noche más tiesa que un pajarillo desnutrido. El terraceo de finales de invierno todavía no está hecho para mí, pero si voy a probar las costumbres autóctonas, una se pone muy profesional.
De todos modos, SI EN MADRID, DE CADA DOS PUERTAS UNA ES UN BAR; UNA DE CADA TRES ES UN TEATRO. Qué pena que ese clan de analfabetos que representan a esa ciudad ni lo mencionen. Pero sí, hay cultura y creatividad para aburrir. Teatros grandes, de los de renombre de toda la vida; teatros chiquitines para los que empiezan, café-teatros, cabarets y salas con escenarios de todo tipo acordes a sus espectáculos. Para todos los gustos, credos y bolsillos. Insisto, envidiable.
Continuando con la parte cultural, ES UN ESCÁNDALO EL ESPLENDOR DE SUS MUSEOS, aunque me da la sensación de que muchos los desmerecen enormemente. Veamos, si estás en Londres vas a la National por sistema, si estás en París vas al Louvre por decreto ley, y si estás en Florencia, la verdad es que con pasear ya lo tienes todo. Madrid está al mismo nivel, pero la tendencia de este país es desvalorizar lo admirable. En Madrid he visto cuadros de Velázquez, de Goya, de Kandinsky, de Monet, de Picasso, de Edward Hopper, del Greco, de Sorolla y suma y sigue. Todos ellos, por cierto, custodiados en edificios de ensueño. Sin olvidarnos de la Biblioteca Nacional: puro lujo; el Museo Arqueológico, el de Historia, el Círculo de Bellas Artes y podría seguir y seguir pero ya he cubierto mi cupo de cotorreo.
Por supuesto, hay tiempo para todo, para el paseo, el vermuteo, el postureo e incluso para entrar en una tabernita y encontrarnos de bruces con una gran actriz. Eso sí, sin molestarla.
Llegamos exhaustos a casa. Adivinad lo primero que nos preguntaron. Efectivamente: si habíamos visitado el Bernabéu.