En la última novela de Isabel Allende, un muchacho en edad universitaria decide matricularse en Ingeniería de minas. Dado que fue criado en un hogar de inquietudes humanísticas, nadie se explica el motivo de su elección hasta que el joven replica: “Porque las piedras no opinan ni contestan”.
Entendí al pobre Marcel a la perfección. Ahora mismo todo el mundo cree que sus opiniones son fundamentales para el resto de la humanidad. Convencidos de que te están haciendo un favor, te nutren de consejos y avisos, alejándote de aterradores peligros como el de picotear unas patatas fritas después de las seis de la tarde. Te has librado de ese calvario gracias a su labor informadora.
Definitivamente, si hay una época para el lucimiento de los distintos saberes, es esta. Olvidaos del siglos XVIII, de Kant y de las ideas ilustradas; nada tienen que hacer ante los listos actuales.
Hoy en día una sola persona puede brillar ante los demás gracias a sus conocimientos sobre nutrición, fútbol, oceanografía, literatura medieval e interpretación de los sueños. Porque esa es la gracia: lucirse. Los listillos han llegado para quedarse y tienen a su disposición todos los mecanismos para resplandecer como un zafiro. Y lo bueno es que no hay que preguntarles nada, ellos se ofrecen voluntariamente y sin previa consulta. A saber: “Eso está lleno de carbohidratos complejos, te aviso”, “No pierdas el tiempo con lo nuevo de Almodóvar”, “El zumo de naranja engorda”, “El Coliseo de Roma no merece la pena” y demás juicios que no has pedido pero que ellos te ofrecen a cambio de una sensación masturbatoria en su interior, puesto que ADVERTIR A LOS DEMÁS ES EL NUEVO ORGASMO.
Es más, las plataformas online creadas para recoger opiniones sobre negocios, artículos o servicios de todo tipo han pasado de ser una fuente útil para el consumidor a convertirse en el punto G del ególatra.
El gustirrinín que percibe un enteradillo al prevenir a alguien de una catástrofe, como que el jabón del hotel es en pastilla y no en bote, no se paga con dinero. Así funciona su mente. Pese a que escribir una opinión no es algo obligatorio, si se encuentra con un punto débil -normalmente estúpidamente intrascendente- se ensaña como una hiena. Su criterio no aporta ni un pepino, pero a él le ha servido para creerse importantísimo. Y yo que me alegro. Por lo menos alguien ha salido beneficiado.
Pero no solo de comentarios superfluos vive el opinador profesional, también te alerta sobre el plástico no biodegradable de tu cepillo de dientes y del cetearyl alcohol que contiene tu crema para la cara, ingrediente mortal y megamortal. En todo caso, son siempre informaciones que te dejan acongojada y sin ganas de vivir. Pocas veces me he encontrado con un opinador que me regale una observación positiva acerca de mis costumbres.
Y tal es tsunami de opiniones, advertencias y puntuaciones alrededor del globo terráqueo que ha nacido una adicción a consultar de antemano cualquier compra o actividad que vayamos a realizar.
El ejemplo más patético es ese momento en el que decides ir a tomar un pincho de tortilla a una taberna. Al final te pasas dos horas y cuarto callejeando, móvil en mano, mientras consultas en internet las tres mil quinientas opiniones y estrellitas de todos los garitos por los que has pasado. “Tortilla seca y un poco cara para el trozo que nos han puesto”. Descartado. “Pimientos rellenos deliciosos y ensalada fresca de la huerta”. Pues casi que entramos, aunque la reviú continúa: “Lo malo ha sido la tortilla, saladísima y cruda por dentro”. Otro que descartamos. Seguimos caminando entre las terrazas con cara de idiotas. “¿Y si entramos aquí?” -insinúa mi Costillo. “¿Entrar cómo? ¿Así sin más?” -suelto yo. “Exactamente. Lo de toda la vida, vaya” -mi Costillo, que es un romántico. “¡Anda, anda, que estás tú bueno!” -menos mal que pongo un poco de sentido común al asunto.
Más cerca del horario de la merienda que de la comida, nos sentamos finalmente en una tapería cualquiera, a lo loco, viviendo el riesgo al máximo. “Muy buenas, ¿nos pone un pinchito de tortilla, por favor?”, a esas horas ya me daba todo igual. “Tortilla no tenemos. Solo la hacemos por encargo”. Decepción. Iba a ser que no me daba todo igual. “De todas maneras -el señor continuaba hablando- a estas horas ya toca cerrar la cocina”. Parece ser que nuestra cara de famélicos no le rompió el corazón a un hombre que llevaba en pie desde las seis de la mañana y que había atendido a un millar de guiris más resueltos que nosotros. Si es que ya no hay compasión por nadie.
Del bocadillo plastificado que compramos en un Eroski no vamos a hacer reseña. Arriesgaos y sentid las aventuras de la vida.