Esas cautivadoras gentes de Andalucía

Esas cautivadoras gentes de Andalucía

 

Me da la sensación de que los andaluces jamás se podrán sacar de encima lo de vagos, exagerados y fiesteros. Pero cada uno con su sambenito, que para eso están; para soportarlos eternamente.

Dibujándolos como paisanos que se pasan la vida con su lolailo en la romería o en la feria, todavía hoy son legión quienes desconocen que se trata de una tierra fértil en poetas, pintores e intelectuales; desde Alberti hasta Lorca, desde Velázquez hasta Góngora.

Definitivamente, su gentío me creaba curiosidad. Sabía que no todo es calor ni taconeo ni toros ni chistes, pero mejor si lo comprobaba yo misma mediante mi superpoder examinador de primeras impresiones.

Habíamos decidido ir en avión, de modo que en cuanto llegamos al aeropuerto de destino y puse pie en pista, un operario me recordó que había aterrizado en suelo andaluz. Cantaba por soleares los versos de un pobre gitanillo que no tenía para comer. Mientras entonaba con gracia, el señor cargaba maletas y daba los buenos días a los que pasaban.

El sol pegaba fuerte. De donde yo vengo, los aeropuertos están situados entre unas montañas en las que se pueden esconder narcotraficantes y personajes buscados por la Interpol. Son sitios en los que el calcetín del viento siempre luce rígido, y ya solo por los cinco minutos de cola que vas a guadar en el exterior -por aquello de los vuelos para pobres-, tienes que ponerte el anorak aunque luego aterrices en Las Canarias.

A pesar del calor, y debido a la atrevida ignorancia del turista, yo pensaba que los andaluces estaban acostumbrados a sus temperaturas estivales, pero descubrí que no son ni escorpiones ni mangostas del desierto. Sufren con los cuarenta grados como todo hijo de vecino, aunque lo llevan con resignación y con buen humor, echando mano de algunos truquitos que les proporciona la experiencia.

Nosotros ignorábamos sus hábitos y nos sobraba atrevimiento, por lo que en cuanto pisamos la ciudad a las tres y media de la tarde, llegamos a pensar que durante el vuelo nos habían confinado de nuevo y nosotros sin enterarnos. Ni un alma en la calle y los negocios con la verja echada. Cierto es que tras una conversación con algún lugareño, nos confirmaron que a partir de las tres de la tarde todo el mundo está en su casa.

“¡Y luego noh llaman vagoh!” -se queja una señora que regentaba un bar de comidas que nos abrió las puertas cuando ya le tocaba irse a descansar-. “Pero si con ehta caló no se pue viví! A lah doh de la tarde ya no ze puedeh con el arma. Ya me guhtaría a mí ver a uno de esoh trabajando con ehtah temperaturah durante cuatro meseh!”.

Y no tuve más que darle la razón.

“Eh que habéih venío en temporada baja”, nos informan. ¿Temporada baja en julio? A ver si esto es la gracia andaluza y nos están tomando el pelo. “Sí, aquí a partir de julio lah calleh están desiertah hahta la frehca, y solo andan por ahí cuatro guirih como vosotroh”. “¿Y a qué hora es la fresca esa?” -pregunto de inmediato. “A partir de las osho de la tarde. Yo que vosotroh iría a la habitación, dehcansaría y luego saldría con menoh caló”, nos recomiendan.

Nada de eso. Yo quería ver aquello, lo otro y lo de más allá. Aquello cerraba a las tres, lo otro, cerraba a la misma hora, y lo de más allá lo hacía media hora más tarde. Con cara de panolis, y a pesar de que todo hubiese echado el cerrojo decidimos que podíamos pasear. Así que nos colgamos la cámara al hombro, nos pusimos las sandalias y un sombrero, y con un cartel en la frente de Turistas analfabetos” salimos a recorrer una ciudad vacía. “Toda para nosotros”, comentamos con chulería.

A los veinte minutos estábamos de vuelta. Los diez primeros nos produjeron una lipotimia y los otros diez nos llevaron de regreso al hotel, donde nos echamos una siesta por cortesía del aire acondicionado. Un par de horas más tarde salimos a disfrutar del entorno en un estado menos comatoso, disfrutando de una experiencia pseudomística: salir a la calle sin llevar la chaqueta para cuando refresque.

Qué liberación, qué sensación de brazos flotantes sin nada que sujetar. Sin duda, de lo mejor del viaje.

Hacía mucho tiempo que nada me enamoraba tanto el ojo. Contraje el síndrome de Stendhal, cambiando Florencia por el terreno andalusí: calles con hechizo, vistas grandiosas e historia por todas partes. Con tanto trajín, nos sentamos en uno de los pocos bares abiertos para tomarnos un refrigerio. Jugaba la selección de fútbol y los allí presentes estaban animados de tal manera que durante una pausa un tipo coge una guitarra con la misma soltura que una matrona menea a un recién nacido. “¡Eso eh, vamoallá!”- el de al lado arranca con las palmas-. “Naraniano nianooo”… con una gracia y una naturalidad que me quedé pasmada.

Mi Costillo, que hasta ese momento estaba en trance gracias al agua vaporizada que provenía del toldo y que refrescaba su cuello, despertó de su postura de estatua y se puso a seguir el ritmo golpeando los nudillos contra la mesa.

Justo a nuestra derecha se sentaba un grupo de jovencitas que charlaban de sus cosas. De repente, una de ellas desplegó el abanico [rassss] con un salero que a punto estuve de decirle “ole”. A mí me pareció tremendamente sofisticado, pero me temo que para ella sería un gesto como otro cualquiera.

Un camarero se dirigió a nosotros sonriente y afable. Desplegaba ironía y cachondeo, aunque respetuoso y manteniendo las distancias. Este es el arte que dominan: ser cálidos sin ser pegajosos. Difícil tarea que clavan a la perfección. Ya pueden ser las seis de la mañana, que siempre te desearán que pases un buen día en un tono entre alegre y servicial. Estoy convencida de que por ahí dirán que esas maneras ya no se llevan, pero a mí me alegra que haya gente anticuada en este tema.

En mi pueblo, si te diriges a alguien del mismo modo te tacharán de finolis, amanerada o cursi. Te dirán “¿Y a ti qué te ha pasado que ahora hablas así? ¿Estás hablando con la Reina de Inglaterra?”.

::::::En mi pueblo también hay gente riquiña, que conste:::::

Evidentemente, generalizar está mal. Es más, decir que generalizar está feo ya es una generalización en sí misma. Sin embargo, a mí, como observadora de pro siempre me ha encantado detectar matices diferenciadores, y en este viaje he disfrutado mucho de ellos.

Por cierto, volveré. El salmorejo que he hecho en mi casa no me sabe igual, y solo por eso vale la pena.

 

2 comentarios

  1. He encontrado el artículo navegando por Twitter, soy andaluz y me ha encantado el artículo, nos has retratado con cariño. Es cierto somos gente acogedora, sencilla y con ganas de vivir. Un abrazo fuerte.

    1. Author

      Hola Manuel! Uy, que se me pasaba tu comentario!
      Me encanta que te haya gustado la entrada,y sobre todo que te hayas sentido representado, sobre todo con la cantidad de clichés que circulan por ahí y que yo estoy dispuesta a desmontar uno a uno! jajaja
      Pienso volver pronto! Se come de vicio y vuestra calidez engancha.
      Un abrazo.

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