Siempre me ha gustado escuchar a esa masa jovial y risueña que marcha por las calles a ritmo de ejército norcoreano. Amontonados y ocupando toda la acera, caminan felices y con mucha prisa, porque sea cual sea su destino, será siempre un planazo.
A veces me encuentro con un grupito de muchachos y muchachas sentados en un banco del parque, acomodados sobre él de todas las formas posibles menos la habitual. No puedo evitar hacerme la tonta y sentarme cerca de ellos disimuladamente. Podría hacerlo sin tanto cuidado, ya que no reparan en mí ni un segundo; a sus ojos poco me faltará para ponerme a ganchillar en pleno parque un tapete para el salón.
Convencida de que no se van a fijar en mi actitud cotilla -yo lo llamo ejercicio de investigación-, despliego mi potencial indagador para concluir que podría pasarme allí toda la tarde observando cómo ellos realizan enrevesadas piruetas, saltos y ejercicios gimnásticos ante los ojos de ellas. Admito que nunca lo he entendido; porque si quiero que alguien me elija como parejita del amor, digo yo que tendré que demostrar mis habilidades en ese terreno, y no convertirme en un gimnasta olímpico durante la prueba de suelo. Pero así son ellos: vistosos.
Y entre cabriolas y demostraciones varias de agilidad, ellas se mofan de ellos mientras se atusan el pelo. Definitivamente juegan en otra liga. Más atentas a lo que se cuentan las unas a las otras que a la testosterónica exhibición atlética, al final deciden irse por patas todas juntas, dejando a estos tiernos mancebos con cara de panolis.
Yo no puedo evitar morirme de ternura. Pobrecillos, con lo fácil que sería charlar con ellas; y sin embargo se la juegan contra un 98% de posibilidades de pegarse un clamoroso castañazo. Va a ser entonces que ligar conversando es mucho más duro de lo que parece.
Ante este panorama, siempre pienso lo mismo: ENCANTADA ESTOY DE HABER DEJADO ATRÁS ESTA ETAPA.
A pesar de que me fascina el universo de los jóvenes -me interesa cómo actúan, cómo piensan, cuáles son sus verdaderas inquietudes y preocupaciones-; para mí no lo quiero de nuevo. Gracias.
Una, que a sus cuarentayalgo sigue lidiando con el qué dirán, con mejorar el amor propio, con no convertirlo todo en una tragedia de Sófocles y muchos etcéteras que voy a obviar; imaginaos cómo podría ser este cuadro entre mis quince y veintidós años.
Situémonos en el instituto. Ese lugar en donde según las pelis hay animadoras, lloriqueos porque Kevin McConnell no te ha llevado al baile, taquillas supermolonas y un complejo deportivo tan completo como el de unas Olimpiadas. Bien, pues en mi insti, oficialmente no existía nada de esto, aunque visto ahora con distancia, excepto las piscinas y las cincuenta pistas de atletismo, lo demás lo teníamos todo.
Nuestras animadoras no iban con pompones ni con falditas plisadas; eran una pandilla de mozas a las que se consideraban diosas, tanto por los demás como por ellas mismas. Era tal su endiosamiento que si un día te rozaban el brazo sin querer, te sentías hasta importante. Fumaban como chimeneas en la entrada, y si por ellas fuera, en el instituto solo habría siete alumnos: ELLAS, ya que los demás no existíamos. No eran alumnas brillantes ni destacaban en nada, salvo en repetir curso; en eso tenían un sobresaliente.
Normalmente, este séquito tenía un variante análoga masculina: una panda de tíos con andares chulescos que llegaban al centro con dos cosas: su moto y una carpeta vacía. Los folios y el boli se los pedían a cualquier pringado, siempre y cuando se dignaban a asistir a clase, cosa que raramente ocurría. Entre todos estos muchachos había uno que destacaba especialmente porque aparentaba unos veintiséis años, y lo más probable es que con tanto curso repetido, más bien anduviera ya por los treinta.
Por supuesto, el multirrepetidor se juntaba con la más guapa del grupo de las diosas, formando una pareja que, allá por donde pasaba, despertaba admiración. Eran la realeza del instituto, aunque entre el uno y la otra acumulaban más ceros que la cuenta bancaria de un jeque árabe. Tampoco creo que les incomodara mucho su fracaso escolar. A quién le importan los cateos si provocas semejante fascinación en los demás.
A mí. A mí sí me importaban. Me tomaba mis suspensos de aquellas odiosas mates de segundo de Bup como si fuesen la peor desdicha que le podría ocurrir a un ser humano. Y cuando parecía que después de esta tragedia ya no existía nada más desgraciado, resulta que deciden sentar detrás de mí a un pérfido trío de mozos repletos de fobias. La primera, estudiar; seguida muy de cerca de la fobia a mirar a la cara a cualquiera que no fuese top-model amateur o top-model profesional, y odiar al avispado que sabía responderles ingeniosa y afiladamente.
Escuchar sus crueles comentarios sobre las víctimas seleccionadas para resolver los ejercicios en la pizarra, me causaba verdadera congoja. A punto estuvo de volverme creyente y rezarle a un santito cada vez que la profe jugaba con su dedo en el aire, mientras pensaba quién sería esa pobre alma preparada para sufrir en el encerado.
El pasillo hacia la pizarra fueron los pasos más temblorosos que yo he caminado en mi vida. Si intentar resolver un ejercicio a base de escribir garabatos que pareciesen matemáticos no era trauma suficiente, había que sumarle la tensión de saberse radiografiada por aquel malvado trío de jueces sin cerebro. A pesar de su diagnóstico poco halagador, intentaba hacerme la sorda y poner cara de que todo me importaba un pito; siempre he pensado que es la contraofensiva que más duele a aquellos que quieren un poco de atención.
Por supuesto, sigo practicando esta estrategia bélica hoy en día, aunque por dentro me hayan clavado un cuchillo en este pechito mío.
Demasiados melodramas y pocas destrezas para saber superarlos. Prefiero el presente; algo habré aprendido.