Ir de concierto en la era Covid

Ir de concierto en la era Covid

 

Más de dos años llevaba yo sin escuchar música en directo y lo echaba de menos. No así las colas, las aglomeraciones o las muertes por inhalación de gases en los retretes portátiles. Lo que yo echaba de menos era sentir cómo retumba la música en mi pecho a modo de tum tum tum. Esa es la señal que te indica que es un día diferente. Y en este caso, más aun: el plan era acudir a un evento concebido históricamente para que se aglomere gente, solo que en una época en la que que se deben evitar las aglomeraciones.

¿Cómo se consigue eso?

En la teoría, siguiendo un rígido protocolo de limitación de aforo, obligatoriedad de mascarilla y separación de los asistentes mediante la colocación estratégica de asientos. En la práctica, poniendo una velita a un santo, rezándole tres plegarias y ponerte una dosis extra de vacuna, por si acaso.

De todos modos, el concierto era al aire libre, en una estupendísima noche sin lluvia ni nubes negras, cosa rara este verano. Convencida estoy de que la principal preocupación de los promotores no era el contagio del virus, sino la llegada de una borrasca de las nuestras, porque creo que por esta zona ha habido más días grises que contagiados de coronavirus.

Una vez allí, con la ayuda de una efectiva organización nos fuimos moviendo según las flechas y las directrices del personal y, tras pasar los filtros obligatorios, llegamos a la zona del escenario. Yo, aprovechando la ocasión de concierto sentado, y sabiendo entonces que no iba a brincar ni hacer ejercicios de escalada sobre la grupa de mi Costillo para poder mirar el escenario, me había puesto mona. Lástima que mi vestido no conjuntaba demasiado con LAS SILLAS BLANCAS DE OFERTA DEL LEROY MERLÍN facilitadas para el público. “Mujer, que esto no es el Liceo” -me dice mi Costillo. Nada grave. Ínfulas que me dan de vez en cuando.

El problema con las sillas no era el material, sino que todos los sitios buenos estaban ocupados por chaquetas, cuyos dueños estaban en la otra zona del recinto, con su terraceo, su postureo y su música chillout. Estos ya se sabían la jugada al dedillo. Llegas a una hora temprana, escoges los mejores asientos y, en vez de esperar durante tres horas bajo la solana, dejas la chaqueta de chándal encima para marcar territorio y te vas a la zona biutiful con su pinchadiscos hipster y sus árboles engalanados de lucecitas.

Tal era el ambientazo en la zona de no-concierto, que llegué a pensar que me había equivocado de sitio, y que la zona con las sillas de jardín era de un recital de habaneras para gente mayor. Pero no. El recinto del concierto era el de las sillas con chándales por encima, con un dos por ciento de personas reales sentadas en ellas. Entre ellas, yo. Me encanta no perder mi esencia e ir siempre al contrario que todo el mundo. Puedes parecer una amargada, pero también erigirte como el estandarte de lo diferente.

Retomando el tema, el concierto ya estaba a punto de empezar, y a los de la zona superguay se la traía al pairo. Tal era el desinterés, que empezaron a llenar las sillas de plástico cuando el artista iba ya por la tercera canción. Comenzó entonces la pasarela de Milán: la multitud paseándose entre las filas de sillas para ir a buscar bebidas. Me sentí como Anne Wintour, sentada mientras la gente guapa se pavoneaba de un lado a otro.

En realidad, estos paseíllos son la mayor novedad de los conciertos en la era Covid: ir a buscar una cerveza (con la mascarilla al cuello) y volver a tu sitio tan ricamente (con la mascarilla al codo). Ponte tú a realizar esta operación en un festival pre-pandemia, con treinta mil personas de pie y apretujadas. Aunque los hay, los hay.

Tanto gusto le cogieron a lo de ir y venir a la silla, que al final la mayoría se pasó la hora y media haciendo colas en lo de las cervezas, en lo de los bocatas y lo de los mojitos. Algunos no llegaron ni a los bises. “Se me hizo muy corto el concierto”, le escuché a uno. Y no le faltaba razón, porque como mucho habría escuchado medio estribillo.

No sé qué ocurrió con el apetito de la gente ese día, ya que a las nueve y media de la noche le entró a todo el mundo un hambre de rinoceronte. Una pareja situada a mis espaldas encargó unos espaguetis a la boloñesa que cenaron sobre sus rodillas mientras el concierto avanzaba tema tras tema. Que más da el artista, el respeto por los músicos y todas esas chorradas. Quizás el arte sea como la playa: da hambre.

Algo de razón tenían. En las advertencias anti-Covid que sonaron al inicio nada decía de prohibido comer albóndigas a la boloñesa. En cambio, sí se pudo escuchar: “ESTÁ PERMITIDO BAJARSE LA MASCARILLA EN EL MOMENTO DE COMER O BEBER, Y EVITE DESPLAZARSE DE UN LADO A OTRO, A NO SER QUE VAYA A ADQUIRIR COMIDA Y BEBIDA”. Desde luego, el señor de la megafonía ignoraba que el verbo “permitir” lo iban a permutar por el de “deber”.

Es verdad que había una Unidad Supervigilante Anti-Covid que cuando percibían que desfilabas más que para Giorgio Armani, venían a reñirte. Pero la poli ya no es lo que era, porque en cuanto se daban la media vuelta se reían de ellos y hacían oídos sordos. Igualito que en el instituto pero con personas de cincuenta años.

Y como en todos los institutos, a mi lado había una pandi de malotas superchulitas. Unas veinte mujeres juntaron las sillas a su gusto hasta construir un cenáculo en el que, sin mascarilla, hacían de todo: comer, beber, hablar de la renovación del cuarto de baño de una y de que Paula iba a llegar preñada de Mallorca. Y Paula para aquí y Paula para allá. Gritaban como unas hienas en pleno parto y les traía al pairo el concierto. Me estaban dando la noche.

En una pausa entre una canción y otra, llegó el momento de unas bonitas palabras del músico. En pleno silencio solo se oían gritar a las de las sillas del cenáculo mágico, repasando la vida de su amiga Paula. Mi paciencia llegó a tal límite que le pegué un grito desgarrado y continuado en el tiempo:

“¡¡¡SILENCIOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!

Ni me miraron.

“¡¡¡SILENCIOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!

Se levantaron despavoridas y se marcharon con sus bártulos tres metros hacia adelante mientras varias personas me aplaudían.

Sin duda, esta ha sido una de las gestas de la historia, superadas solo por dos o tres batallitas del Cid.

Después me quedé un poco abochornada, pero se me olvidó aplaudiendo y cantando desde mi silla de oferta del Leroy Merlín. Comodísimas, por cierto.

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