
Habiendo dejado pasar un tiempo prudencial para que el guirigay de las luces navideñas remitiera, el fin de semana pasado mi Costillo y yo fuimos a tomar un refrigerio a un garito de una ciudad que antiguamente era industrial y ahora se dedica a expectorar destellos y purpurinas.
Terminadas las viandas y el café, ya en la calle concluimos que, vayamos adonde vayamos, acabamos comprando algo. “¡Se acabaron los vicios! -digo yo-. Elijamos un sitio donde no haya que gastar”. “¡Entonces vamos al centro comercial nuevo!” -responde mi Costi; siempre práctico y resolutivo.
Efectivamente, un espacio creado única y exclusivamente para incitar al consumo, a nosotros nos produce ganas de irnos. Yo, al menos, percibo un cúmulo de sensaciones que me causan malestar e irritación. Allí dentro todo me da pereza; desde entrar en un local hasta sentarme a tomar algo. Desconozco si esto es un síndrome al que todavía no le han puesto nombre o sencillamente soy un poco impertinente. Me inclino más por esta segunda opción.
Para empezar, este nuevo centro comercial fue concebido como una estación de tren al estilo de una terminal de las grandes ciudades; pero en este caso ha quedado un poco descompensado: han puesto trescientos comercios en un lugar en donde se dice, se comenta, se sospecha que hay un tren que llega de vez en cuando. Y mientras te quitas de la duda de si hay tren o no hay tren, te pones a comprar cosas totalmente prescindibles en los chorrocientos locales, que para eso están.
Exacto. Si algo define a un centro comercial es que ESTÁ COPADO A LO BRUTO POR FRANQUICIAS DEL BARATILLO. En aquella inmensidad que parece un hangar de Top Gun, te hartas a leer carteles de cadenas de nombres raros, normalmente bisílabos y acabados en consonante. En cualquier caso, todos los artículos son como muy de ofertilla y que no resisten el programa 4 de tu lavadora.
¿Conque ahora te las das de marquesa, eh? ¿Qué te ha pasado, Mala? ¿Qué, ahora solo compras en Chanel?
Noo.
Que digo que yo, que dado que un centro comercial ha de ser un sitio agraciado, pues oye, que me pongan tiendas monas para mirar y no la CASCADA DE COMERCIOS EN LOS QUE PRINCIPALMENTE SE VENDEN CHAQUETAS POLARES. Es lo mismo que cuelgan los viernes en el mercadillo de mi pueblo (los sábados, en el de al lado) pero bajo nombres al estilo de Merchal, Pointsport, Nordicplan y similares. En cualquier caso, desde la puerta observas una ensenada sin fin, una tienda sin marcos ni lindes para distinguir una sección de otra.
Y ESO SÍ QUE NO.
Eso sí que me tiene indignada. GALICIA, TIERRA EXPERTA EN CERRAR FINCAS Y EN PONER LINDES DE PARCELAS (que así se han quedado muchas familias: despedazadas como los Borbones, pero por menos dinero); RESULTA QUE NO SABE DIVIDIR UNA TIENDA DE ROPA EN VARIAS SECCIONES. ¡Por ahí no paso!
MIÑA TERRA GALEGA: ¿EN QUÉ TE HAS CONVERTIDO?
La cuestión es que desde el acceso a estas macrotiendas se ven perchas y más perchas de las que cuelgan polares y más polares, formando una confusa parcela sin orden y sin dirección que a mí me produce cierto agobio. No obstante, para qué crear una estética más refinada, si su única (aunque indispensable) finalidad es ponerlos encima del pijama y bajar al perro. Para eso, el mercado de mi pueblo me hace la misma función y es mucho más amigable.
Una vez aclarado que en la sección textil gana por goleada la tendencia a la chaqueta polar y a los pantalones de chándal, conviene cambiar de tercio; o lo que es lo mismo, de planta. Continuamos entonces nuestra andadura por aquel solar a cielo cubierto y SUBIMOS UN PISO PARA CONOCER LA ZONA DE LOS RESTAURANTES. No sé si allí se comía o se vendían diccionarios, porque me inflé de leer carteles tales como lounge, lounge bar, lounge chill bar, drinks, drinks and coffees, grill, grilled pork y roasted meal.
Ante semejante mundo babélico llegué a pensar que estaba en el extranjero. ¡A ver si aquella réplica en escayola a la que me subí del elegante TREN TRANSIBERIANO era un vagón de RENFE de verdad!
Entré en pánico. “¡Costi, a ver si estamos en el norte de Inglaterra!” Comenzaron los sudores fríos. Como siempre, mi Costillo me trajo a la realidad y me explicó que aquella era la planta de restaurantes. “Pues ahora no le decía yo que no a un trozo de empanadiña” -propuse yo.
Ni empanadiña ni pimientos de Padrón. Sin embargo lo tenía fácil si quería una pizza al estilo de Nápoles, de Sicilia, de Nueva York y de Chicago. Sin olvidarnos del pollo al modo de Louisiana. ¿QUIÉN NO CONOCE LA COMIDA SUREÑA DE LOS EEUU? YO LA SIRVO TODOS LOS DOMINGOS. ESO SÍ, DESPUÉS DE UNA TAPIÑA DE PULPO, ¡QUE ANDA QUE HAY AHORA UNA TONTERÍA CON LAS COMIDAS AMERICANAS!
Si llevabas algo de calderilla suelta, no creo que te diera ni para un café. Allí todo el tema cafetero costaba seis euros, pero con carta bien variada: smoothies, lattes, milkshakes y frappés. Te los presentan en cuencos de diez litros y luego te pasas el día que hasta tus riñones te dicen que eres una esclavista de la función renal.
Cerca de los locales de comida, había un túnel sospechoso y oscuro; con poca gente. Lo mismo era una casa del terror, como la del parque de atracciones. Aunque más terror que ver tres millones de forros polares en menos de 15 minutos, imposible. Así que reparando en aquella boca negra, percibí una pequeña cartelera. ¡HABÍA CINES! Informemos al respecto que en la sala 1, 2 y 3 proyectaban la misma película de Spiderman y en la sala 4 y 5 ponían otra protagonizada por el mismo actor que Spiderman. Variadísimo todo.
En el supuesto de que no te apeteciera ni ver una peli ni comprarte un polar ni comer costillas con salsa tex-mex ni ahogarte en una piscina de café suizo con crispy chocochips; siempre podías acudir a la ZONA DE CONCIERTOS, a cargo del dúo Aleksander Poshenko & Sasha Versovic, hijos de la gran tradición country de Tennessee.
Al final, y sin cuentapasos de por medio, llegamos a casa con un palizón encima. No entiendo como en un espacio concebido para tenerlo todo a mano, recorres unos 33 kilómetros; mientras que si realizas las mismas actividades al aire libre, como mucho te ciñes a dos pequeñas calles del centro.
No vuelvo hasta el año que viene. Eso sí, iré en tren, aunque sea de escayola.