Sentirme fuera de onda es mi ADN; como aquella peli francesa de Los visitantes, con unos aldeanos de la Edad Media en la época actual y sus delirantes y (esperables ) gracietas por culpa del choque temporal. Para mí, la cosa nunca ha sido “cuando tú vas, yo vengo de allí”, sino que cuando los demás ya han llegado y luego se han ido, entonces llego yo; tarde, a destiempo, pasota con lo que se lleva y lo que no se lleva.
Y en el caso de que el genio de la lámpara maravillosa aparezca concediéndome el deseo de estar siempre a la última, de ser la abanderada del avant-garde, le diría que no perdiera el tiempo conmigo, que tener espíritu -y objetos- caducados ahora es de modernos, y si yo he querido ser algo en esta vida es una hipster con carnet.
Puede entonces que si muestro mi lista de actividades de práctica diaria u ocasional, todas ellas propias del siglo XVI, me saque el título de debutante en el moderneo pasado de moda, que es el moderneo más moderno de todos. Procedamos, sin demora, a lucir mi catálogo en absoluto humillante:
– Me encanta Prince: Bailo sus canciones como nadie, imito su aguda voz de falsete hasta que el perro del vecino se pone a aullar, intento hacer su spagat en el suelo aunque la última vez casi sufrí una rotura de fibras, por lo que esa parte todavía la tengo pendiente; pero lo que es el resto lo clavo, incluido ponerme blusas con chorreras.
Una pena que nadie hable ya del musicazo que era -porque lo era- pero para eso estoy yo, para aconsejaros remover de vez en cuando el baúl de las antiguallas. Hay basura, pero incluso era una basura que te calaba más hondo que la de ahora.
–Escucho los discos enteros: Lo que viene siendo un álbum, con su título y con aquello que se llamaban singles, que eran las canciones que sonaban en la radio. Los pongo a funcionar de la primera a la última canción. Si hay algún tema petardo, dependiendo de mi humor, me lo salto o no; en eso soy un poco como todo el mundo, no se puede ser especial todo el rato.
–Llamo por teléfono: Ya sabéis, a la vieja usanza: micrófono en la zona de la boca para que se te oiga bien, y el auricular en la oreja para atender a lo que te dicen. Reconozco que me pongo un poco nerviosa mientras suenan los tonos, porque hablar por teléfono me da cierto apuro -no sé si le ocurre a alguien más-, pero lo de sujetar el móvil como si estuvieras comiendo una ración de pizza no va demasiado conmigo; me siento un pelín ridícula.
– Escribo postales: Aunque esté pasando un fin de semana en un pueblo a veinticinco kilómetros de mi casa, en cuanto doy con unas postales, pienso en la ilusión que le hace a uno encontrarse en el buzón algo que no sea el folleto de Sofás Conforama. Con mucho orgullo confieso que las escribo absolutamente personalizadas, con sus chistecitos privados y sus quinientas horas que me lleva hacerlo, de modo que últimamente estoy optando por enviar una foto al grupo de wasap con el texto: “Aquí, en Cogollos del Río”. Y en diez segundos dejo a todos bien saludados. Ya no soy la romántica que era.
–Camino por la calle sin auriculares: Ni siquiera se me pasa por la mente. Me encantan los buenos programas de radio y soy una entusiasta de la música, sin embargo, jamás he ido escuchando nada por la calle que no fuera el sonido ambiente. De ahí a que no tengo ningún problema en oír un “¡Ey, guapa!” ante el que siempre me doy media vuelta para finalmente averiguar que no era por mí. Así de triunfal es mi vida.
–Escribo a mano: Con lo bonito que es aprender a escribir, esa etapa en la que te vas haciendo menos bebé y más un pequeño ciudadano; y resulta que hay gente que a menudo me comenta que, boli en mano, se les va la muñeca sola por falta de entrenamiento, de modo que terminan haciendo unas filigranas propias de la escritura de Alfonso X El Sabio. ¡No no no! Me niego a que perdamos algo tan personal como la letra de cada uno, así que desde aquí unas simples palabras, amigas y amigos: Cuadernillos Rubio para adultos. Ideales para esa séptima vez que ponen por la tele una de Liam Neeson persiguiendo al que mató a su mujer. Os animo a entrenar la caligrafía sin salir del sofá. Terapéutico y cultivado, no os quejéis del consejo.
–Canto mientras limpio: Me he fijado que en mi barrio ya no se canta. Al pasar por algún balcón abierto solo hay silencio. O todo el mundo se ha puesto a estudiar oposiciones bajo una estricta calma, o no entiendo qué ocurre. ¿Nadie canta ni un naraniano nianooo? Yo lo canto todo, lo que me sé y lo que no me sé. En ese caso, me invento una letra que suene a inglés aunque no tenga sentido ninguno: “I loviu still first way like you” y me quedo tan pancha. Algún día los de mi edificio agradecerán esta aportación de incalculable valor cultural.
–Me pirran los dulces navideños: Uno de los motivos que más obsoleta me hacen sentir. ¿Qué está pasando con este tema? Estoy realmente preocupada, lo admito. Las Navidades no son turrón de chocolate, que es el chocolate de todo el año pero con papel dorado. A mi paladar pasado de moda le enloquecen los mazapanes, polvorones, turrón blando, higos, uvas pasas y todo eso que en la mitad de las casas duran hasta el verano porque no son del apetito de nadie. Un día me dijeron que tengo gustos de abuelillo y nunca me había sentido tan halagada.
Después de esta breve pero jugosa lista, espero que el tribunal de asuntos hipsterianos me conceda, al menos, el aprobado del nivel intermedio. Juro mejorar en todo aquello de la época de la castaña. Está al caer mi carnet definitivo de moderna antigua.