Mis contradicciones como feminista

Mis contradicciones como feminista

 

Toda práctica de cualquier ideología convive con sus propias contradicciones. Y aunque el feminismo no sea una ideología, sino el producto de la coherencia y del sentido común, es prácticamente imposible no caer en algún contrasentido. A mí me pasa.

Siempre me ha interesado la tarea de hacer desaparecer esa leyenda basada en la rivalidad entre nosotras. He abierto discusiones, monopolizado conversaciones y subido la voz unos cuantos tonos para convencernos a nosotras mismas y a los demás de que no somos nuestro propio enemigo. No hay nada que me duela más que escuchar que somos unas brujas entre nosotras y que nos devoramos como hienas.

Bien es cierto que esta faceta mía de derribar tópicos que nos siguen haciendo daño se puede desmontar en cuestión de segundos. Suelen ser situaciones cotidianas relacionadas con los roles de género: lo que es típico de ellos, de ellas e incluso patrones estéticos pasados de moda, pero que en todo caso me dejan un poco con el culo al aire en cuanto a ese feminismo que aseguro practicar.

Comencemos con el clásico de los clásicos: el mundo relacionado con las tareas del hogar. Sin rodeos confieso que ME SIENTO CULPABLE CUANDO MI COSTILLO FRIEGA Y LIMPIA MÁS QUE YO. Ole mi feminismo, mi compromiso sufragista y todo lo que se menea. En cuanto comienzo a hacer unas cuantas operaciones matemáticas (una o dos, para más no me da) y concluyo que él ha limpiado y ordenado más que yo, me indigno enormemente conmigo misma: “Pobre, él ha fregado los platos y la cocina, ha hecho la lavadora y ha planchado dos camisas y tres camisetas”. Y como me siento mal, empiezo a buscar alivio por donde sea: “Bueno, a ver, yo he hecho la comida, y he fregado los dos baños; lo que equivaldría a tres planchas y dos limpiezas de horno; o sea que más o menos quedamos a la par”.

Harta de hacer tantas cuentas, concluyo que lo mejor para aliviar mi (anticuada) culpa es mandarlo a descansar al sofá. En modo mamá mandona lo obligo a tumbarse, lo cubro con la mantita y le coloco en la mano derecha los quinientos mandos necesarios para ver los canales de pago.

“¡Ay, pero por Dios! -suelta él-. ¿Qué? ¿Así te sientes mejor?”.

La verdad es que sí. Feminismo patético llamando a Mala.

Por otra parte, SUELO ENDOSAR UN PROFESIONAL O UNA PROFESIONAL SEGÚN EL TRABAJO, al estilo de “Tengo que llamar al fontanero” o “A ver qué dice el mecánico”. Sin embargo, cuando una amiga me cuenta que su pequeñajo ya ha empezado a ir al cole de Infantil, no tengo ningún reparo en preguntarle por LA PROFESORA. Si se trata de una guardería (lo admito abochornada), lo diría incluso con más convencimiento.

Relacionado con el ámbito profesional y los géneros estereotipados, TIENDO A MOSTRARME EFUSIVAMENTE ENCANTADA CUANDO UN MOZALBETE ME CUENTA QUE VA A ESTUDIAR HISTORIA DEL ARTE, por ejemplo. Yo misma, estudiante de letras en aquellos perturbadores años en los que para ligar en mi facultad (si eras hetero) tenías que salir de tu propio feudo y dejarte pasear por Ingeniería de minas; soy consciente de que a grandes rasgos la cosa funcionaba de la siguiente manera: las niñas para las letras y los niños para los números, que es una cosa muy seria y da mucho porte. Afortunadamente, veinticinco años más tarde, las chicas han llenado aulas dominadas hasta el otro día por los hombres, llegando a ser superior en número en muchas titulaciones de la rama científica.

Pero ¿por qué seguimos pensando que un chico que opta por las letras es más sensible y especial? Precepto rancio donde los haya. Y yo extendiéndolo como la pólvora. Bravo.

Continuando con actividades y praxis propias del Pleistoceno Anterior, en las ocasiones en las que se me ocurre COMPRAR UN REGALO PARA UN NIÑO O UNA NIÑA, VUELVO A LUCIRME COMO FEMINISTA DESCARRIADA. Para un sector, brillis, lentejuelas, unicornios, maquillaje de dudosa procedencia; y camiones, excavadoras y porterías de fútbol para el otro. ¿Lamentable? Sí. Pero sé cómo se vive en sus casas. Son hogares en donde papá y mamá trabajan por igual; a mamá le gusta el bricolaje, papá es el que hace la comida; mamá prepara la mochila y papá le peina las trenzas. Por lo que un color morado reflectante y una muñeca que echa confeti por los ojos no es, en mi oponión, el problema fundamental de todo esto.

Al final, niños y niñas juegan juntos a las excavadoras y a ponerle mechas fucsias a la Barbie, y saben que en casa su padre y su madre forman un equipo homogéneo para que todo funcione. Al menos eso es lo que veo en mi entorno.

Prosigamos con otros pensamientos de carácter frívolo que desmoronan mi labor comprometida: NO ME GUSTAN LOS HOMBRES QUE SE TIÑEN LAS CANAS. TAMPOCO LOS QUE SE DEPILAN. Me pilláis en Groenlandia ahora mismo. Siento tanta vergüenza ante esta confesión que he tenido que emigrar forzosamente. Aunque, esperen, no se vayan que queda lo mejor: NO ME GUSTA QUE ELLOS SE DEPILEN PESE A QUE YO LO HAGO. Ahí, va. Mi feminismo por los suelos. No tengo nada a lo que agarrarme para defenderme. Y de esta guisa paseamos mi Costillo y yo durante el verano: él con sus piernas cual canis lupus y yo con un escozor brutal tras haberme pasado la cuchilla. Lo único que me honra es que lo hago pocas veces al año: cuando voy al médico, cuando hace buen tiempo y… bueno, solo esas dos. Pensé que serían más. Me enorgullece.

Creo que ha llegado el momento de detener este escarnio público al que me estoy sometiendo. Podría seguir, alguna que otra cosilla hay para continuar desarmando la poca dignidad que me queda.

Solo sé que es imposible vivir sin contradicciones. Es imposible no absorber nada del presente, y sobre todo del pasado, cuando nos criaban de otro modo, con otras referencias, otros modelos. Somos vulnerables y a veces asoman comentarios y acciones poco esperables en nuestra generación, pero debemos perdonarnos. Y borrón y cuenta nueva.

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